Érase una vez una mujer que nunca subía en ascensor.
Tenía miedo a quedarse un día encerrada.
O peor.
Quedarse un día encerrada con un vecino y tener que compartir espacio vital con otra persona.
Para huir de todo riesgo subía cada día hasta el séptimo piso escalón a escalón, con las bolsas de la compra, arrastrándolas hasta su torre de marfil.
Allí pasaba sola las horas en las que no estaba en la oficina, en su casa vacía y solitaria como ella.
Desgraciadamente eran escasas, la mayoría de su día transcurría en el trabajo, atendiendo gente continuamente.
Sonreía y hablaba con todo el mundo, era su profesión, pero en realidad les odiaba. Le molestaban, le irritaban. Sus compañeros, sus jefes, pero sobre todo, sus clientes: los jovencillos que venían con sus pintas de tirados y desocupados, gente sin futuro o peor, los listillos con posición que creían sabérselas todas. Los ancianos que no entendían nada y consumían su tiempo con la misma explicación una y otra vez para al final acabar por no decidirse. Los que más: las parejas que parecían felices y enamoradas.
El solo pensamiento del contacto físico con otro ser humano le horrorizaba. El sexo le asqueaba y nunca había sentido el menor sucio impulso por fortuna por nadie.
Pero más aún le aterrorizaba embobarse como la gente que veía a su alrededor, sus compañeros de colegio, sus amigas, sus colegas… formar familias y tener hijos en los que invertir la vida y el tiempo para que un día se vayan lejos… haciendo planes con alguien que siempre acaba traicionándote. Siempre.
Érase una vez una mujer que nunca había tenido una pareja, un amante, un amor.
Tenía miedo de entregarse a alguien.
O peor.
De entregarse a alguien que acabara haciéndole daño.
!Qué ilusos creer en los cuentos de hadas a estas alturas!
La falta de vida social facilitaba que nunca surgieran oportunidades sentimentales.
Las raras ocasiones en las que algún hombre se mostraba más simpático de la cuenta con ella, enseguida ponía freno.
No quería dar pie a ninguna situación absurda y poco a poco fue asegurándose de que su aspecto físico fuera lo menos atractivo posible a los ojos de los demás: dejó de teñirse, de maquillarse, engordó progresivamente y se vistió con las ropas más grises y básicas que encontró hasta convertirse en una mujer absolutamente anodina, asexuada, al punto de parecer recién salida de un convento.
No había sido fácil acabar con toda la vida social propia de alguien de su edad.
Lo primero había sido mudarse a otra ciudad, alejarse de sus amigos de toda la vida, sus conocidos, incluso sus padres.
Sus padres siempre habían estado muy presentes en su vida y siendo hija única no le fue tan simple romper con el vínculo.
Pero con la excusa de unos estudios se mudó para no volver.
Ya en su nueva residencia se encontró por fin sola.
Aquello había funcionado en un primer momento.
Pero enseguida las compañeras de la facultad primero y los compañeros del trabajo después empezaron a insistir para salir.
-No tengo tiempo. Tengo mucho que estudiar.- respondía siempre sin fisuras.
Había encontrado el pretexto infinito. Continuamente se inscribía a un curso tras otro, siempre online para no tener que atender a ninguna clase y huir del tiempo libre.
¡Qué gente más simple que necesitaba perder el tiempo con los demás haciendo nada de provecho!
Érase una vez una mujer que no necesitaba diversión, ni tiempo libre, ni alegría.
Tenía miedo de ser feliz.
O peor.
Ser feliz y un día dejar de serlo.
A pesar de su constancia por no abandonarse al ocio y el recreo, había momentos en los que no podía evadirse de situaciones desagradables.
Por ejemplo, las cenas de empresa.
La tensión de enfrentarse a preguntas sobre su vida privada en esos contextos tan informales era tal, de volver a casa siempre con dolor de estómago. Y por las risas y las bromas de los demás, las copas, los bailes, la diversión.
Ella aguantaba el tipo, sonreía fingidamente, porque lo que más odiaba del mundo es que los demás pudieran intuir lo que pensaba y sentía. Sus pensamientos eran sólo suyos, sus sentimientos le pertenecían.
Pero los minutos no pasaban en aquellas veladas interminables.
El peor era su compañero Tomás. Le preguntaba y le preguntaba y le lanzaba bromas e ironías para ponerla en dificultad.
Ella campeaba el temporal como podía y trataba de mantener la compostura, pero no era la primera vez que volvía a su casa llorando de rabia.
Le odiaba.
Detestaba algo aún más: cuando sus dos mundos se cruzaban.
Cuando en las escasas veces que habían venido a visitarla sus padres se tropezaban con algún colega de trabajo por la calle.
O cuando algún vecino se pasaba por la oficina y le saludaba a lo lejos, despertando la curiosidad de sus colegas.
O cuando se encontraba en el supermercado con algún ex compañero de facultad y tenía que darle explicaciones de dónde vivía.
No le gustaba que nadie supiera de su vida, de cómo vivía, en dónde, con quién.
Sentía que se cerraba el círculo a su alrededor desde distintos ángulos, atrapándola en medio.
Érase una vez una mujer que no necesitaba amigos, ni compañeros, ni conocidos.
Tenía miedo de compartir sus sentimientos.
O peor.
Compartir sus sentimientos y que alguien se aprovechara de sus debilidades.
Así transcurrió su vida.
Cada vez más alejada de la gente, de los placeres, de las emociones, del ocio, de los sentimientos y la banalidad.
No necesitaba a nadie con quien compartir nada.
Eso le hacía sentir extraordinariamente fuerte, poderosa, aislada en su torre de marfil.
Y llegó el final de sus días.
Y nunca se quedó encerrada en un ascensor.
Nunca se enamoró ni tampoco sufrió por amor.
Nunca se emborrachó de alegría ni de vino, nunca lloró de risa ni rio llorando.
Nunca corrió riesgos, ni soñó despierta, ni saboreó la satisfacción de alcanzar metas.
Nunca abrió su corazón a un amigo, ni lloró mirando a los ojos a alguien.
Nunca supo lo que era la empatía, la compasión, el calor de la conexión con otro ser humano.
Érase una vez una mujer que nunca murió.
O peor.
Nunca estuvo viva.
Torre de Marfil
Perdí tu amor y tu belleza,
pasó el encanto juvenil,
y me quedé con mi tristeza
en esta Torre de Marfil…
Guardan el puente dos leones
desde su altivo pedestal
y la portada seis dragones
y una serpiente colosal…
Con la templanza de los viejos
monjes ascetas, vivo lejos
de lo mundano y de lo vil,
sin más insignia de nobleza,
que mi bandera de tristeza,
sobre mi Torre de Marfil…
(Rubén C. Navarro)